EL ABEDUL Y ABDUL
El árbol era un abedul. Estoy seguro, porque hay pocos en esta comarca, que no en balde se llama Los Eriales (con cabecera en Pedregal de los Eriales, no se lo pierdan, es el único pueblo de las Españas que no celebra ni el Carnaval ni Halloween, si bien es cierto que al no haber niños tampoco es preciso hacer esas tonterías). El abedul necesita alguna humedad y por eso hay pocos en estos andurriales. Este abedul del que les hablo preside una fresca ladera en la umbría del monte, y es el último de un bosquecillo que taló mi tío abuelo El Hacha (así le llamaban, pero no vayan a creer que era por su talento). A las ovejas les encanta (me refiero a la fresca ladera, no a mi tío abuelo El Hacha, a quien las ovejas tenían miedo y procuraban no dar la espalda; ustedes sabrán disculparme, no es ocasión de entrar en detalles).
Tras sacar del morral la bota de vino, el queso y la hogaza, he procedido a satisfacer lo que viene siendo la gula, porque el hambre ya lo satisfice antes de salir de casa con ayuda de una longaniza de tamaño más que regular, acompañada de un fragante café, ciertamente idóneo para remojar la empanada de panceta (el café con sacarina, por supuesto). Entonces, he encendido mi libro electrónico y he continuado con la lectura de Los mitos de Cthulhu, famosa y no completamente ilegible obra de Howard Philips Lovecraft, el escritor más feo de Providence (sus contemporáneos le consideraban, simplemente, el más feo de Providence, no sabían que era escritor). No es una lectura fácil, la de Lovecraft. Me tuve que ayudar de la bota. A cada página, un trago.
Al cabo de un rato, habiendo leído dos o tres docenas de páginas, sufrí un leve adormecimiento, debido a la luminosidad del sol, a la cálida temperatura, al zumbido de los moscardones y, en general, al ambiente eminentemente bucólico y pastoril. De este breve sopor me sacó el ruido de unos pasos que se acercaban y de unas risotadas que acompañaban a los pasos. ¡Despierta, gandul! ¿Qué haces debajo del abedul? ¡Despierta, que ha llegado Abdul!, escuché que alguien me decía.
Y sí, era Abdul. Abdul Alhazred, el árabe loco, autor del impío Necronomicón, grimorio del que tanto y con tanta devoción (y horror) nos habló Lovecraft. Se sentó a mi lado, encendió su pipa y me contó una historia. En resumen: que bajo el prado en que nos hallábamos yacen y sueñan, en ciertas criptas indescriptibles, unos seres inefables cuya mera existencia es una abominación. Me recomendó que volviese a plantar el bosquecillo de abedules, que al parecer son árboles muy bienhechores, sosegantes y dotados de elegancia y donosura, y que bajo ningún concepto permita que se urbanice tan ameno lugar. En cuanto al proyecto de excavar bajo la montaña un profundo túnel que sirva como cementerio de residuos radioactivos, me lo desaconsejó vivamente. ¡No traspases el umbral, no despiertes a las horrendas criaturas que aguardan, no permitas que se pronuncie la horrísona llamada que abra la entrada a las cosas que no deberían ser!
Entonces debí dormirme de nuevo. Al despertar, Abdul se había ido.
Así que voy a plantar los abedules y procuraré seguir los consejos de Abdul Alhazred. No será fácil, porque me eligieron alcalde precisamente porque prometí urbanizar este paraje y ofrecer el subsuelo de estos montes al Consejo de Seguridad Nuclear para que construyeran ese cementerio nuclear que todos anhelan y que, según los informes, será la alegría y felicidad de los vecinos del lugar donde se construya. Y voy a tener en cuenta, muy especialmente, lo que me dijo Abdul sobre mi primer teniente de alcalde, Liborio Ardides, que sorprendentemente ha cambiado su vieja furgoneta por un deportivo carísimo (de cuatro tubos de escape, nada menos) justo al día siguiente de presentar en el ayuntamiento los proyectos. Pero, en fin, para convencer a Liborio llevo el mejor de los argumentos, y único que probablemente entienda, que he sacado del baúl de mi tío abuelo y acabo de afilar.
Comentarios
Publicar un comentario