Mayra Montero, El caballero de San Petersburgo

 "Él se inclinó y sopló la llama, y la oscuridad se hizo casi absoluta. Antonia sintió entonces la boca, recorriéndola como si fuera un caracol, arrastrando la concha de esa nariz enfebrecida que se deslizaba por sus mejillas, por sus hombros, por su pecho. Francisco susurraba su nombre y ella se percato de que el aliento de sus palabras también olía a comino. <<Debo de estar ebria>>, se repitió en voz alta, y en ese instante él la tumbó en el suelo, buceó impaciente en los volantes del zagalejo, desencintó barreras de linón y rasgó olanes cancerberos. Al cabo de unos minutos, aflojó la presión sobre aquel cuero que simulaba estar rendido. Ella no gritó ni profirió quejido alguno. Simplemente clavó las uñas sobre la nuca de Francisco y las dejó correr derechas a la garganta. Él tampoco se quejó: se limitó a sujetarla por los brazos y la besó con fuerza, aguijoneado por la hambruna de esos labios que se escabullían como pescados vivos".

Mayra Montero, El caballero de San Petersburgo, Barelona, Tusquets, 2014, 253 p. 


 Cita de la p. 73

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