Maggie O'Farell, El retrato de casada

    "Movieron la antorcha otra vez y Lucrezia volvió a oír la furia y el temor de la tigresa. Y agarrada al alféizar, la vio: una silueta ágil y sinuosa que se movía en la jaula, de un lado a otro. Más que andar parecía derramarse, como si su misma esencia fuera líquida e hirviera, igual que la lava que supuran los volcanes. Las oscuras rayas de la piel se repetían y se confundían con los barrotes de la jaula. La tigresa era de color anaranjado matizado de oro, fuego hecho carne; era fuerza y furia, era despiadada y exquisita; llevaba en el cuerpo las señales listadas de la cárcel, como si la hubieran marcado justamente para esto, como si su destino siempre hubiera sido el cautiverio".

      "Tras un indicio de movimiento cerca de la pared de piedra, cuando volvió la cabeza para verlo, se encontró con la tigresa casi encima de ella. Sus movimientos eran líquidos, como la miel al gotear de una cuchara. Emergió de las sombra de la jaula como si tuviera bajo su mando una gran porción de la selva, como si pisara el sucio barro del suelo de Florencia con las zarpas. No era un gatito. Parecía que fuera a estallar, vibraba, borboteaba como si ardiera por dentro, la cara lívida, asombrosamente simétrica. Era lo más hermoso que había visto en su vida. La espalda y los lomos brillantes como la boca de un horno, el vientre claro. Vio que las rayas del pelaje no eran tales, no: esa palabra no servía para describirlas. Eran puro encaje oscuro que adornaba, que ocultaba; la definían, la salvaban". 

Maggie O'Farell, El retrato de casada, Barcelona, Libros del Asteroide, 2023. 

Citas de las páginas 31 y 51. 






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