Paul Auster, Tombuctú

 “La avidez del perro por los olores parecía ilimitada, y cuando encontraba uno interesante, clavaba el hocico en él con tal determinación, con tan ansioso entusiasmo, que el resto del mundo dejaba de existir. Las aletas de su nariz se convertían en tubos de succión que sorbían los olores igual que una aspiradora inhala fragmentos de vidrio y, en ocasiones –muchas veces, en realidad-, Willy se maravillaba de que la acera no se resquebrajara por la fuerza y ferocidad con que Míster Bones agitaba el morro. Si en circunstancias normales era la más atenta de las criaturas, con los olores se volvía terco, distraído, parecía olvidar completamente a su amo y, cuando a Willy se le ocurría tirar de la correa antes de que Míster Bones estuviera en condiciones de proseguir la marcha, antes de haber inferido todo el sabor del zurullo o del charco de orines que estuviera examinando, el perro plantificaba las patas en el suelo para contrarrestar el tirón, y resultaba tan difícil moverlo, tan firmemente se anclaba en el sitio, que Willy a veces se preguntaba si no tenía entre las garras alguna glándula que segregara pegamento a voluntad”.

Paul Auster, Tombuctú, Barcelona, Anagrama, 1999.

Timbuktu, Nueva York, Henry Holt and Company, 1999

 




 


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