F. J. Flores Arroyuelo: sobre cristianismo y magia en la España visigoda

    "La postura del cristianismo respecto a la magia fue terminante desde sus primeras manifestaciones. En su labor de asimilación del mundo antiguo rechazó siempre el valor de la magia por considerarla obra del diablo y fuente segura de error.

    Un documento excepcional sobre la valoración y clasificación de las distintas suerte de magia lo encontramos en las Etimologías de San Isidoro, en un pasaje que, según Menéndez Pelayo, siguiendo la práctica de ocultar lo que para él es el lado feo del rostro, <<no permite darle el nombre de documento histórico, sino de estudio erudito>>. Bien es cierto que la aportación de San Isidoro parece y es fruto de lecturas eruditas, pero de lo que no cabe duda tampoco es de que este trabajo de recopilación y de divulgación muestra un interés por clarificar un estado de cosas muy generalizado. 

     La clasificación es la siguiente: Magos o maléficos [...] Nigromantes [...] Hydromantes [...] Adivinos [...] Encantadores [...] Ariolos [...] Arúspices [...] Augures [...] Phytones [...] Astrólogos [...] Genetlíacos [...] Horóscopos [...] Sortilegios [...] Salisatres [...]

     En los cánones de los concilios celebrados durante este período nos encontramos con la traducción de esta preocupación al plano positivo. Así, en el Cuarto Concilio de Toledo, celebrado el año 633, se condenó la conducta de algunos clérigos, presbíteros y obispos por consultar a magos, ariolos...  Condena que encontramos repetida en el canon 17 del Sexto Concilio de Toledo, y la de los que matan por maleficios en el Concilio de Elvira del siglo III en el canon 6, y contra los adivinos en el Concilio de Narbona, concilio hispano-gálico, del año 589, en el canon 14.  Y junto a esta preocupación por las artes maléficas tenemos la presencia de la idolatría. [...]

     La misma línea de condena y persecución encontramos en textos legales. En el Fuero Juzgo se precisan las variantes de las artes mágicas, que debieron ser cultivadas con una frecuencia mucho mayor de lo que algunos autores han pensado.

     El cristianismo tenía enfrente un amplio campo dominado por su enemigo. Las artes mágicas, los cismas, la idolatría y las costumbres paganas cedían terreno, pero sólo aparentemente, pues pronto volvían a manifestarse. [...] El diablo imponía su voluntad revitalizando cultos paganos y difundiendo vicios que habían de quedar borrados. <<Los juegos cirquenses fueron establecidos por causa de los sacrificios y en celebridad de los dioses gentiles, donde claramente se muestra que los que a ellos concurren tributan culto al demonio>> [San Isidoro, Etimologías, Libro XVIII, cap. 24]. Lo mismo pensaba San Isidoro sobre el arte escénico y la música. El teatro vino a ser considerado uno de los últimos residuos en los que el impudor y la lascivia pagana mostraba su ascendencia sobre la muchedumbre e incuso sobre prelados como Eusebio. En el plano legislativo encontramos también criterios semejantes [Fuero Juzgo, Libro I, Título I] y esta idea habría de repetirse durante siglos.

     La figura fantasmagórica del diablo aparecía una y otra vez, y no sólo en acciones que conducían directamente al pecado y a la disolución, sino también en otras costumbres, aparentemente sin trascendencia, como es la denominación de los días de la semana. San Martín de Braga, discurriendo sobre el trasfondo mitológico y pagano que aquí se encerraba, dice: <<Hay hombres tan ignorantes que no saben nombrar un solo día sin nombrar a las veces un demonio. Y a unos llaman de Marte, a otros de Mercurio, a otro de Júpiter, a otro de Venus, a otro de Saturno...>>

    El Diablo, no es difícil deducirlo, era ya un ser familiar en la vida cotidiana que concurría a la mentalidad popular por el conducto de reminiscencias prehistóricas y por la constante predicación de los eclesiásticos en su vigilancia didáctica. [...]

     El mundo visigodo nos aparece rodeado de un halo mágico. Una atmósfera donde los augurios, la sensualidad, las leyendas, la astrología, la contemplación decadente forman una muralla tupida. La Iglesia, con su moral y austeridad, y el propio pueblo visigodo, que no había olvidado sus inclinaciones y su civilización, impusieron un sello característico a esta época, por más que en las ciudades la concepción romana subsistiera con fuerza".

FLORES ARROYUELO, Francisco J., El diablo en España, Madrid, Alianza Editorial, 1985, páginas 15-20.



    

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